2.28.2011

Adaptación



Nos adaptamos a los cambios.

No hay más que observar el panorama de un país, el nuestro, que se creía hace un par de años fuera del alcance de cualquier crisis. El dinero fluía e influía, propiciando en la ciudadanía un estado de ánimos que nos llevaba a planear por encima de las realidades.

Muchos gastos que no nos hubiésemos ni tan siquiera imaginado unos años antes se abordaban con la confianza que la aparente duración eterna de las vacas gordas, debida en buena parte a la falta de análisis objetivos de la situación, propiciaba.

Con el primer susto, la pérdida de empleos, el descalabro de no pocas empresas y la incertidumbre llegamos a pensar que el Apocalipsis se había hecho presente, que no aguantaríamos el tirón y que el fin del mundo no andaba lejos.

Después, poco a poco y a fuerza de no contar más que con los recursos de a bordo, sin posibilidad de créditos, de tarjetas o de ayudas, hemos adaptado nuestra realidad individual a las expectativas colectivas.

Desembarazados de algunos gastos manifiestamente innecesarios hemos rescatado planes de ahorro y de pensiones que la banca, con la voracidad que la caracteriza, nos había prácticamente impuesto con un despliegue mediático y publicitario que rondaba a menudo la ilegalidad. Letras pequeñas nunca leídas y directores de sucursal cuya capacidad de convicción se acentuaba con la perspectiva de la comisión que aportaba cada nuevo contrato.

Lo mismo en casa. Las gambas frescas han pasado al apartado de las ilusiones, igual que los quesos de importación y los vinos descubiertos en los suplementos dominicales de cualquier periódico. El paso siguiente ha sido la progresiva adaptación de los proveedores. En el sector inmobiliario, después de pregonar durante meses que los pisos no bajarían ni así –cómo si fueran ajenos a la antigua e inmutable ley de la oferta y la demanda- se llegó primero a la negociación caso por caso –algo inimaginable unos meses antes- y después a los anuncios con precios tachados a lápiz rojo y precios de oferta reducidos de forma sustancial.

Los comestibles también se adaptan. Mayor diversidad de ofertas, calidades y precios. La visita de un mercado de referencia, pienso en la famosa Boquería, en Barcelona, es buen ejemplo de ello. Los márgenes se ajustan, el servicio tiende a mejorar lentamente y los compradores prestamos mayor atención a lo que nos proponen, practicando aquello tan antiguo de la elección. Esto sí, aquello no.

Rescatamos recetas de nuestra infancia. La sopa de tomillo –más barata imposible- los guisos, los pescados sin glamour aparente –valiente tontería- y las verduras, que ahora incluimos en la dieta por si al amor de la crisis conseguimos bajar unos kilos.

Los bares rivalizan en ofertas –bocadillo, cerveza y café con leche por 2,90- y los restaurantes, incluso los de mayor nivel, recurren a la cocina étnica –callos, escudella, migas, garbanzos y otras novedades- para bajar así el ticket sin por ello atentar contra la calidad.

Los pueblos mediterráneos tenemos facilidad para adaptarnos a las circunstancias sin por ello perder el buen humor ni las buenas costumbres. Media caña en el bar de la esquina, un par de chascarrillos y a recuperar la atávica tortilla de patatas en la mesa familiar. Tortilla, ensalada, fruta de temporada y una dosis de “reality” en la tele.

¿Quien da más?


Pierre Roca


2.15.2011

Mitjans


Les principals cadenes de ràdio de l’Estat desperten cada matí als seus oients amb una minuciosa selecció de les pitjors notícies.

L’estat d’ànims del país no és ara mateix cap meravella i esmorzar amb el llistat de desastres, estadístiques negatives, crims i misèries no és la millor de les teràpies. Si entre dos morts o dos incendis o dues consideracions pessimistes o dos terribles conseqüències del canvi climàtic hi entatxonessin una bona noticia –de bones notícies se’n produeixen cada dia- l’efecte seria possiblement menys devastador, però les emissores saben que per vendre s’ha de fer por, inoculant-la al públic i descrivint un paisatge desolat, fosc, trist i allunyat de qualsevol esperança de millora.

La SER és la primera cadena radiofònica del país i part d’un molt potent grup de comunicació d’abast internacional. A Espanya té milions de seguidors i en conseqüència una responsabilitat social considerable que l’hauria de portar a tractar al públic amb respecte i fins i tot amb afecte, recuperant allò tan antic de l'ètica, passant-li el drap de la pols i endollant-la a cada un dels micròfons de la casa.

Ometre sistemàticament les bones notícies és dolenteria, mala intenció, traïdoria i una preocupant falta de patriotisme, paraula devaluada a la que s’han atribuït equivocadament connotacions d’extrema dreta que a aquestes alçades de la pel•lícula hauríem d’anar descartant.

La cadena esmentada és un exemple per la seva capacitat d’influència però no és l'única que practica el joc brut, deshonest i mentider d’acollonir la gent.

La cadena de titularitat pública RTVE pinta el mateix panorama desesperant i les altres “majors” del país li segueixen el corrent mentre optimitzen l’índex d’audiència a base de desanimar i de xiuxiuejar a cau d’orella que les coses van pitjor i que no hi ha res a fer.

Em poso a la pell de la munió de ciutadans amb dificultats econòmiques, amb deutes, amb l’amenaça del desnonament, la por de l’endemà i el regal enverinat de cada matí, de cada resum de notícies, de cada programa. Desastres, crims, empreses que pleguen, inundacions, incendis, ocells que cauen morts del cel i nens robats.

Cada dia es munten empreses però ningú en parla. Fa un temps collonut però ni ho comenten. Si plou quatre gotes esmenten la possibilitat de terribles inundacions sense parlar dels beneficis de l’aigua i eviten acuradament la notícia de tot el que millora, el que funciona, el que es crea i el que tira endavant.

Si patim un complot és el de la informació parcial, deformada a consciència, barroera i malintencionada. La que tendeix a fer mal, a fotre i a enfonsar la moral del destinatari final.

Juguen amb foc i ho podem evitar.


Pierre Roca