Un grupo de universidades y de escuelas de negocios francesas ha tenido el
acierto de cuantificar lo que se pierde –o se deja de ganar- por la deficiente
redacción de informes, dictámenes o simples cartas en el ámbito empresarial.
No cuesta imaginar que si un posible cliente recibe una comunicación mal
escrita, pueda pensar que la misma desidia empleada en la escritura del texto
en cuestión se repita en otros estamentos de quien pretende ser su proveedor y
prefiera a otra empresa que explique la bondad de su oferta con mayor pulcritud
y respeto de la ortografía y de la sintaxis.
La responsabilidad de este estado de cosas ha de atribuirse en su totalidad
al empresario que no exige de sus colaboradores un conocimiento exhaustivo del
lenguaje, sea hablado o escrito.
Los documentos escritos lo son generalmente para ser leídos sin dificultad
por otra persona. De ese modo conseguimos que se nos entienda y que se
entiendan en consecuencia los argumentos con los cuales queremos convencer a un
posible cliente o a cualquier otro destinatario. Si el texto parece redactado
por un alumno de primero de ESO o está plagado de faltas de ortografía o,
sencillamente, es incomprensible, quien lo recibe lo interpreta como lo que es:
una falta de respeto de descalifica a quien lo envía.
Igual que no imaginamos manchas en las servilletas de un restaurante o en
las alfombrillas de un coche nuevo, igual que no toleramos que el constructor
nos entregue tabiques agrietados o el pescadero productos en mal estado, nos
cuesta entender que alguien nos remita un escrito mal redactado.
La cosa se agrava cuando el documento lo firma un profesional o una empresa
dedicada a la comunicación y que actúa en ese momento por cuenta de un cliente.
En esa circunstancia la mala presentación de lo que se pretende comunicar
repercute directamente en la valoración de la empresa cliente del desalmado,
brindando una pésima imagen de ella y consecuencias negativas en la relación
entre proveedor y cliente que el profesional de la comunicación ha de cuidar
por compromiso contractual.
De todo ello resultan pérdidas de clientes –pocas cosas inspiran mayor
desconfianza que la comunicación chapucera- y otros desastres que no siempre se
entienden en un primer momento.
El análisis es sencillo. Si mi proveedor descuida los detalles hasta ese
punto, es fácil pensar que los seguirá descuidando en sus compromisos, en los
plazos de entrega, en la calidad de los productos y en los términos generales
de los acuerdos suscritos.
Si, por el contrario, cuida y es minucioso en la redacción de documentos,
en la exactitud de los datos y en la pulcritud y puntualidad de los
compromisos, es lógico pensar que lo seguirá siendo en al ámbito del servicio
en sí mismo.
Los ejemplos son numerosos y fáciles de entender. Desde la fachada de un
edificio o el escaparate de una tienda o la carta de un restaurante, pasando
por los folletos, documentación, circulares u otros instrumentos de
comunicación.
Si unos y otros presentan mal aspecto o los carteles están mal escritos o
sucios o descuidados o se han redactado de cualquier modo, los productos y la
calidad del establecimiento o negocio se regirán por parecidos parámetros de
exigencia. Mal asunto.
Escribo esto a raíz de haber mantenido un intercambio de correos
profesionales con la responsable de comunicación de un negocio emergente de
gastronomía. Una colaboradora externa que con su pésimo dominio de la lengua en
la que nos expresábamos, el catalán, dejaba por los suelos la empresa que
representaba y que debiera ser más exigente a la hora de seleccionar quien ejerce
de voz e imagen de la compañía.
En un panorama de competitividad feroz hay que cuidar las formas, además
del fondo.
Pierre Roca