8.27.2009

Fumar.


Nunca he fumado tabaco ni cualquier otra sustancia, con la excepción de una época, en mi juventud, en la que intenté aficionarme a los puros habanos por cuestiones de apariencia y posiblemente de inseguridad personal. No me tragaba el humo, no conseguía llegar al final, me dejaban mal sabor de boca y a veces llegaban a marearme, por lo que un buen día decidí poner fin a ese intento de afición.

Defiendo ahora a machamartillo el derecho a fumar, a frecuentar establecimientos en los que se fuma y a trabajar o no trabajar en ellos.

La tendencia oficial que nos aflige asegura que prohíbe, amenaza y constriñe en nombre de nuestra propia salud, lo cual sería de agradecer en un primer momento si esa supuesta buena intención no despidiese un desagradable tufillo de hipocresía que la hace poco creíble.

Si tanto se preocupa el sistema por la salud de todos y de cada uno de los ciudadanos, ¿ Por qué razón no deja de beneficiarse de la venta del tabaco ?

Si tanto la afligen las muertes ocasionadas por el estigmatizado tabaco, ¿ Por qué razón no muestra parecida tristeza por los que perecen en las carreteras, en el trabajo o ahogados en nuestras playas ?

Las ministras y ministros concernidas y concernidos por la cuestión escenifican su eficacia a golpe de leyes, decretos y reglamentos que limitan día a día la capacidad de maniobra del ciudadano, por no usar la manoseada palabra libertad. Buena parte de esas normas no se aplican por la incapacidad intrínseca del sistema o se aplican mal o con criterios variopintos y una ligereza e irresponsabilidad sorprendentes. La mayoría se justifican además por el supuesto poder omnímodo de la UE, que viene copando desde hace unos años el espacio de lo que otrora era la decisión divina.

Los cambios en la normativa afectan y penalizan invariablemente el sector hostelero, que en el Estado que compartimos es de portentosas dimensiones y está en consecuencia muy atomizado.

Mostrando una incapacidad de maniobra notable, un desconocimiento conspicuo de los recursos del legislador y una nula propensión a la negociación y al diálogo, lo que se traduce en el habitual recurso a la imposición y al “ordeno y mando”, el Gobierno actúa habitualmente como si habitase una burbuja aislada del día a día de la ciudadanía, en un ejercicio de incoherencia y de creciente alejamiento de la realidad.

A unos cuantos millones de ciudadanos, fumadores o no fumadores, se nos antoja más sencilla la práctica del libre albedrío a la hora de entrar en uno u otro establecimiento en función de la posibilidad o imposibilidad de fumar en él. Lo mismo a la hora de decidir trabajar en un lugar frecuentado por fumadores.

Por mi parte y en lo respectivo a bares y restaurantes, prefiero los que haciendo honor a su nombre permiten que el cliente se solace fumando si es su apetencia, propiciando que las normas más naturales de convivencia faciliten sin reglamentos impuestos la coexistencia entre unos y otros, negros y blancos, hombres y mujeres e incluso entre fumadores y no fumadores.


Pierre Roca

8.13.2009

Una deliciosa ciudad de provincia.

Barcelona es una deliciosa ciudad de provincia –o de provincias, a elegir-.

Sugiero a quien me lee que aleje de la mente cualquier connotación peyorativa. Que yo sepa, vivir en una ciudad de provincia o provincias no es peor que residir en la capital del Estado. Generalmente es justo lo contrario. Las ciudades de provincia suelen ser lugares deliciosos cuyas vidas, y por ende las de sus ciudadanos, transcurren a un ritmo por el que los habitantes de la capital pagarían cualquier cosa.

El ritmo de Barcelona no es precisamente lento, pero su tamaño y el estilo mismo de la ciudad lo hacen más ordenado, menos caótico que el de la capital, lo que ya es una ventaja considerable.

La presencia del mar debe aportar su cuarto a espadas a esa cuestión del ritmo. El mar –más aún si se trata del Mediterráneo- apacigua el espíritu y contribuye a relativizar las urgencias, más aparentes que reales, del paisanaje.

Como la mayoría de las ciudades de provincias, Barcelona –que además es mi ciudad- tiene sus veleidades, sus ínfulas, sus filias y sus fobias. Se inventa rivalidades, se jacta de modernidades absolutas, exhibe estadísticas e incluso algunas veces adopta formas, modos y ademanes de la capital centrípeta del Estado, a la vez que interioriza dolorosas contradicciones que no hacen más que evidenciar su lado humano y enternecedor.

Aquí se podría añadir que cualquier aglomeración urbana, cualquier ciudad, villa, pueblo, aldea o villorrio, ostenta alguna capitalidad. La que sea. Aquí el partido judicial, allí la capital de la Denominación de Origen Cariñena, más allá el importante núcleo ferroviario y algo más lejos el octavo puerto del Mediterráneo oriental por volumen de carga de cemento a granel. Por ejemplo.

Barcelona es capital de Catalunya y detenta docenas de títulos de los que se alardea sin pudor en función de quien los maneja, de la audiencia y del objetivo. Se usan del mismo modo las estadísticas, la mayoría de ellas de muy difícil comprobación. Todo siempre con la finalidad, igual que ocurre en el resto de ciudades de provincias del mundo mundial, de ser distintos, diversos y diferentes. Y sobre todo mejores.

En lo económico, mi ciudad perdió hace décadas la hegemonía industrial de la que se enorgullecía en los ya lejanos tiempos del textil.

Las grandes corporaciones huyeron a Madrid y en esta época nuestra en la que las nuevas tecnologías permiten la comunicación inmediata y la transmisión de datos, voz, documentos e imágenes fijas o en movimiento en lo que viene en llamarse “tiempo real”, el fenómeno de tener la sede en la capital administrativa se perpetúa, lo cual da una idea acerca de los planteamientos arcaicos de la mayoría de grandes grupos empresariales del país. Sirva a modo de ejemplo buena parte de nuestra banca.

Lo innegable es que por la razón que sea los empresarios forjados en los usos clásicos del oficio tienden a instalarse en esa parte de la meseta, posiblemente para coincidir en alguna cena o en una inauguración postinera con los mandatarios políticos de turno, dar una tarjeta, invitar al palco –el que se lleve- y relacionarse así con los que deciden el gasto, que no es poco.

Barcelona es otra cosa. Aquí nos dedicamos a otra parte del asunto. En Madrid se vende al mejor precio y aquí nos las ingeniamos para inventar, organizar, construir o generar lo que se ha vendido seiscientos kilómetros más al centro. En general, claro.

El de las cenas y el palco y la inauguración mediática manda un emilio y aquí las mentes –hace años eran las máquinas- se ponen en movimiento y le sirven lo que se tercie. El cambio no está mal: de la máquina a la mente.

Competimos con Madrid en arquitectura-espectáculo –una especialidad que inventamos- en el fútbol, con una alternancia que ya quisieran para sí los políticos, en modernidad y en imponer un modelo, “look”, talante o carácter, que hace que se nos vea a la legua, que algunos nos admiren y otros nos detesten. Ser detestados y tenerlo asumido nos ha madurado y con el tiempo hemos ido desarrollando un orgullo que nace justamente de la antipatía que inspiramos a buena parte de los habitantes de la piel de toro. Una forma cómo otra de sobrevivir y de avanzar.

Esta ciudad de provincia –que no provinciana- en la que nací y vivo me gusta tanto que incluso en una tarde como la de hoy, de calor pesado, húmedo y asfixiante, no envidio el fresco atardecer de cualquier ciudad-jardín al uso.

Nada como la provincia, nada como esta periferia con los pies en el mar cuya mente colectiva piensa, urde, genera, pelea, teje, desteje, sobrevive y ejerce de maquinaria de prometedor e inquietante fragor.

Pierre Roca