En la presente situación de crisis, y siguiendo un hábito muy
hispánico, tendemos a centrifugar las responsabilidades y a atribuirlas a quien
sea, excepto a nosotros mismos.
Al hacerlo parecemos olvidar que fuimos nosotros los que firmamos
la hipoteca. O los que solicitamos un préstamo o nos compramos un cochazo que
al bajar los ingresos no pudimos mantener.
El culpable recurrente de los males que nos afligen es la banca, el
gobierno –el que sea- y de un modo general la tan traída y llevada crisis.
Sería interesante saber cuantas veces se pronuncia en este país la
palabra crisis. Al haberse convertido en la causa última de todas las
calamidades, la nombramos a diestro y siniestro con el desparpajo racial que se
nos supone y con aquello del peculiar gracejo, no menos racial y que asemejamos
invariablemente al sentido del humor. Un sentido del humor que suponemos único
y genuino, dando por hecho que el de los otros no le llega al nuestro ni a la
suela del zapato.
Si invertimos un tanto así de nuestro tiempo en aquello tan antiguo de
la reflexión –y siempre que no nos engañemos- vamos descubriendo que la propia
crisis tiene otras razones además de las que se manejan con frivolidad absurda
y, sobre todo, que la responsabilidad se diluye, se ramifica y llega a todos y
cada uno de los ciudadanos de la nación.
Si además de reflexionar salimos a orearnos fuera de nuestras fronteras
la sensación se confirma.
Hemos arrumbado la ética al desván de lo inservible, hemos llegado a
pensar que la empresa o los clientes nos pagan por razones espurias, que la
puntualidad no es indispensable y que la palabra productividad es un vocablo
alemán al que no debemos prestar atención. Nos hemos convencido acerca del
valor relativo de los presupuestos, de saltarse a la torera los plazos de
entrega de forma sistemática y de los acabados deficientes como norma.
Propongo ahora un ejercicio de imaginación. Haga un pequeño esfuerzo e
imagine que todos y cada uno de los seres vivos del país lleva a cabo su propio
trabajo hasta las últimas consecuencias. Inclúyase –e inclúyame- en la muestra.
Usted desarrolla el trabajo encargado con el nivel de calidad acordado, lo
entrega a la fecha pactada, lo acaba tal como se ha previsto y no se desvía del
presupuesto. El cliente, por su parte, cumple su parcela de compromiso y paga
puntualmente. Usted paga del mismo modo a sus proveedores, paga los impuestos,
paga al personal y le queda el margen que calculó previamente.
Imagine que las cosas son así en todos los estratos de actividad. La
industria, el sector inmobiliario, las comunicaciones, los servicios, el
comercio, las instituciones, etc. Si sigue imaginando podrá intuir el enorme
salto adelante que esta tierra y los que la habitamos daríamos. El tiempo que
nos ahorraríamos, los trayectos que no haríamos inútilmente, los disgustos y
bochornos que evitaríamos y el tiempo libre que ganaríamos y que podríamos
convertir en calidad de vida.
Propongo esa reflexión a menudo. Lo hago con taxistas, tenderos,
empleados, vendedores, responsables, parados o emprendedores. Con funcionarios,
arquitectos, directores de empresa o peones de albañil.
La práctica totalidad de ellos contesta sin mover ni una ceja que la
culpa de todos sus males es de los demás. De los clientes o de los proveedores
o del gestor –una profesión diseñada para asumir cualquier culpa-. O del
gobierno, claro. O de la sociedad o del mundo “que es así”. O porqué “es lo que
hay”, una frase terrible que expresa el fatalismo atávico de todo un pueblo.
Cuando propongo el ejercicio a ciudadanos de otros países del arco
occidental o a compatriotas que llevan años viviendo en alguno de esos países
la respuesta es significativamente distinta. Se asume la responsabilidad propia
como algo consustancial y se reconoce sin aspavientos la parte alícuota de cada
uno en el progreso o el retraso del país. En el éxito y en el fracaso.
No esperen ahora conclusiones. Las dejo a su disposición para que
jueguen con ellas como les venga en gana.
Sugiero, eso sí, que no se hagan trampas.
La sinceridad consigo mismo y la honestidad también son productos de
consumo veraniego.
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