Un muy elevado porcentaje de las empresas que cierran en el transcurso del presente estado de crisis hubiesen bajado la persiana de todas formas aún sin crisis.
Se trata en términos generales de empresas llevadas de forma deficiente, abiertas sin conocimientos específicos acerca del producto o servicio que venden, puestas en funcionamiento sin un mínimo estudio de mercado o montadas sin saber a ciencia cierta si lo que proponen al público corresponde a una demanda clara. Son también empresas -de cualquier medida, pero generalmente de pequeño tamaño- que carecen de una estrategia concreta para posicionarse en el mercado.
Me refiero por ejemplo a la multitud de chiringuitos inmobiliarios abiertos por toda la geografía del Estado al albur del chollo, de la intermediación pura y dura o de la supuesta facilidad –desde fuera casi todos los negocios parecen un juego de niños- para implantarlos y generar beneficios de forma inmediata.
Podemos añadir a la lista las innumerables tiendas de montaje de baños y cocinas de película, que proliferaron sin más equipaje que unas muestras en el escaparate, alguien sin apenas conocimientos del negocio detrás de una mesa y una lista de teléfonos de proveedores. O restaurantes de menú con propuesta idéntica a los que tienen en las inmediaciones, bares que basan su estrategia comercial en vender el pack “café con leche y bocadillo” a diez céntimos menos que otros establecimientos próximos o tiendas de electrodomésticos que parecen ignorar la capacidad de comunicación, los procedimientos comerciales, los acuerdos con las marcas y el poder de las grandes cadenas del ramo.
Lo mismo para las enormes tiendas de los concesionarios de automóviles, situadas en zonas periféricas y que han ido cerrando de forma lenta pero segura.
Los ciclos de creación de negocios o de implantaciones sin mayor razón que las modas o las oportunidades más supuestas que reales se han sucedido a lo largo de los años. Se abren en un corto espacio de tiempo multitud de negocios de una actividad determinada, al año han cerrado más de la mitad y el resto periclita lentamente, quedando finalmente a título de muestra los escasos exponentes del prodigio que supieron gestionar la actividad con sentido común. En todos estos casos la crisis no ha hecho más que acelerar la caída y no puede ser considerada causa directa del cierre. A lo sumo del adelanto.
Los restaurantes de menú a bajo precio o los bares que no pertenecen a grupos consolidados, o que no operan en régimen de franquicia de dichos grupos, son un ejemplo muy claro del que es fácil obtener datos reveladores y extraer conclusiones. A menudo se elige la situación en función de criterios de gran vaguedad, estimando de forma arbitraria, por ejemplo, que en determinada zona hay pocos establecimientos del tipo que se quiere implantar o que tal arteria es “una calle de mucho paso” o que la propuesta, aún siendo prácticamente idéntica a lo que ya existe en el entorno, será rentable al ser algo más barata o “distinta”.
Por razones de precio se eligen a menudo locales profundos y con poca fachada, características que los hacen escasamente comerciales y que requieren mucho más esfuerzo para conseguir que el cliente se atreva a entrar, otorgando contenido una vez más al dicho popular de “lo barato sale caro”. Ocurre además que el profesional o la empresa encargada de la adecuación y montaje –o la misma titularidad del negocio- eligen disposiciones, colores o iluminaciones que no se han pensado para la función que deben llevar a cabo y que no mejoran el atractivo del espacio ni invitan el cliente a consumir.
Teniendo en cuenta las disposiciones legales y las normativas en materia de seguridad, instalaciones, accesibilidad, aislamiento y otras que se exigen a ese tipo de negocios, los costes de implantación son elevados y sólo pueden amortizarse en plazos razonables si el establecimiento genera un adecuado nivel de facturación, con márgenes que tengan en cuenta la totalidad de cargas y con el soporte de sistemas de gestión rigurosos.
Cuando el planteamiento inicial no se adecua a lo expuesto y los fondos necesarios para la nueva implantación provienen de la venta o traspaso de un establecimiento anterior o de un crédito, es previsible que el rendimiento tampoco sea el adecuado, que los plazos de amortización no se cumplan y que la inversión pierda valor año a año, llegando incluso al colapso.
La actual crisis, publicitada hasta la náusea por la totalidad de los medios de comunicación con titulares apocalípticos y lecturas más que discutibles del estado de la cuestión, está sirviendo de coartada para infinidad de repliegues empresariales que ya eran previsibles hace un par de años.
Quizá sea ahora el momento de la lucidez, de llamar las cosas por su nombre y de exigir mínimas dosis de responsabilidad. Asumir nuestros propios errores se me antoja la mejor forma de cerrar un ciclo y de abordar el siguiente con alguna garantía añadida y, sobre todo, con el conocimiento cabal de cómo no hay que funcionar.
Pierre Roca
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