Don Federico Correa, maestro de arquitectos en la ETSAB (Escola técnica superior d’arquitectura de Barcelona) de hace unos años, recordaba a sus alumnos que el buen gusto, una cualidad innata, es parte esencial del bagaje de cualquier arquitecto digno de ese nombre.
Cuando advertía en alguno de los estudiantes las señales premonitorias del mal gusto no dudaba en llamarle la atención hasta el punto de recomendarle, muy educadamente, eso sí, que haría mejor dedicándose a cualquier otra actividad.
Para el señor Correa era inimaginable que alguien que carece de buen gusto esté capacitado para alumbrar proyectos en los que la belleza formal y conceptual es materia tan indispensable como los ladrillos o el cemento.
El buen arquitecto deja rastros de sus conocimientos técnicos y de su buen gusto en las obras que va proyectando y ejecutando a lo largo de su trayectoria profesional, no obstante los clientes reticentes, que pretenden imponer aquello de “quien paga manda”, y a pesar de las ordenanzas municipales, no siempre redactadas por profesionales capacitados para ello.
Los volúmenes del edificio, el equilibrio entre huecos y macizos, la elección de materiales, la relación con el entorno, la opción cromática más o menos armónica e incluso determinados detalles constructivos que ponen de relieve el conocimiento, el respeto y el aprecio del profesional por los procedimientos del oficio de edificar, todo ello se incorpora al paisaje urbano para permanecer en él durante décadas, mejorándolo o, al contrario, rebajando su calidad media.
Lo mismo ocurre con los estilos, modas o tendencias, mostradas a veces con sutiles referencias y en otras ocasiones mediante trazos groseros que ponen de relieve la escasa información o la inadecuada comprensión de lo que inspiró determinado movimiento filosófico o estético.
Por todo ello, por lo uno y por lo otro, es de suma importancia que el autor de un edificio sea un profesional sensible que tienda de forma natural a la belleza e incorpore a cada obra códigos y señales, a menudo inaprensibles en una primera mirada pero no por ello menos presentes, que contribuyan a elevar el listón de la calidad intrínseca de la edificación.
El buen gusto o su ausencia marca también la diferencia entre los buenos y los malos restaurantes, las prendas de vestir de uno u otro signo, los muebles, los objetos y en general cuanto nos rodea y forma parte de nuestro hábitat. Hogar, calle, ciudad.
Escribo esto después de pasear por uno de los barrios periféricos de la ciudad. Un barrio razonablemente bien tratado por el urbanismo y formado por infinidad de casitas construidas entre los inicios del siglo pasado y los felices 80.
Cada una de esas casas refleja el buen o mal gusto, las obsesiones, las fobias e incluso las filias de los propietarios, que en líneas generales se impusieron al criterio arquitectónico, formando así un conjunto dispar, irregular y de escasa calidad, con algunas, pocas, muestras de trabajo bien hecho.
Una prueba más, aunque paradójica, de la infinita riqueza de las grandes ciudades. De la convivencia, más o menos afortunada, entre lo bonito y lo feo, la cultura y la necedad, lo ordenado y lo caótico, lo estimulante y lo deprimente.
A pesar de todo, y gracias a dos o tres visiones privilegiadas, el paseo de esta mañana ha sido estimulante e incluso esperanzador.
Sin duda.
Pierre Roca
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