Habitamos un país de deficientes acabados.
La circunstancia puede apreciarse más al regreso de un viaje por el continente europeo pero si nos fijamos, podemos observar cerca de nosotros los malos acabados que nos distinguen.
Los edificios, las calles, las reformas, la iluminación y un largo, muy largo etcétera que a fuerza de estar asentado en nuestra peculiar cultura acaba siendo invisible, instalado en la normalidad y en consecuencia de difícil reconducción.
Cuando hace un cuarto de siglo tenía una empresa de arquitectura efímera –montábamos infraestructuras para grandes espectáculos, actos políticos, exposiciones, inauguraciones, fiestas y en general cualquier acto puntual de los que se montan, viven su momento de gloria y se desmontan- usábamos grandes cantidades de alambre para solventar cualquier problema. Desde la fijación de una vigueta de madera hasta la suspensión de alguna luminaria, pasando por otras soluciones rápidas que pudiesen ser enmascaradas por los elementos de decoración superpuestos.
En aquella época el uso del alambre era general en la construcción, por ejemplo. Con alambre se aguantaban los falsos techos, la famosa y omnipresente uralita, algunas tejas e infinidad de otros materiales. Si se examinaba con atención la obra muerta de cualquier edificación se descubrían ingentes cantidades de hilo de hierro aguantando, sosteniendo, apretando, tensando y ayudando a mantener el edificio en pie.
A menudo bromeábamos diciendo que si el alambre de todo el país se fundiese de golpe el desastre sería tremendo. Una catástrofe.
En todos los casos el uso del alambre era una solución provisional que más tarde, esa era la intención, se mejoraría con el uso del material y del procedimiento adecuados. Esa segunda parte no veía la luz prácticamente nunca. “Ya está bien” –una de las frases más usadas del país- era la sentencia que equivalía a otorgar categoría de solución definitiva a lo que no había sido más que un truco para acelerar el montaje.
En nuestros días el alambre ha sido sustituido en gran parte por las bridas de nylon u otro material plástico y por la famosa “cinta Spit”. Las bridas son tan provisionales cómo el alambre galvanizado o sin galvanizar pero tienen una apariencia más moderna, más pulcra y más tecnológica que les da cierta categoría y una estética la mar de moderna. La cinta Spit es más rústica y menos amable a la vista.
La cuestión es que seguimos optando por las soluciones provisionales y seguimos con nuestra dichosa tendencia al “ya está bien” y a dejar las cosas mal acabadas. “Lo haremos más tarde”. Pero ya no se hace.
Fíjense por ejemplo en alguna obra de la vía pública. Una vez terminada se dejan las vallas amontonadas de cualquier modo y durante días o semanas hasta que alguien las recoge. También se deja uno o dos montoncitos de escombros. Los barrenderos no los retiran –no es cosa suya- y algún vecino aprovecha para añadir un bidet fuera de uso, un lavabo roto o una antigua encimera de mármol grasienta y hecha pedazos. Es casi seguro que se dejan además uno o varios carteles, una señal de prohibido aparcar abollada y cinta de plástico roja y blanca que se ha usado para señalizar la zona durante los trabajos.
Algunas zonas rurales están llenas de construcciones de ladrillo hueco o de bloques de hormigón, todo ello sin revocar ni pintar. La sensación de provisionalidad es desoladora, sólo comparable con los restos herrumbrosos de algún vehículo o la furgoneta desvencijada situada en medio de un campo, sin ruedas, oxidada y que hace las veces de almacén de aperos agrícolas. Una imagen surrealista, cierto, pero no por ello menos fea y significativa, poco halagadora para quien destruye así un paisaje con la única justificación de su mezquina conveniencia, de su desprecio por los demás.
Por todos los demás.
Pierre Roca