4.22.2010

Ceniza



Los medios han informado de forma más que discutible acerca de las consecuencias de la erupción de ese volcán islandés de nombre impronunciable.

Durante los primeros días se incidió en términos apocalípticos en el fracaso del transporte aéreo, eludiendo cuidadosamente cualquier mención a las alternativas. Barco, ferrocarril, carretera.

A partir del tercer día se redescubrieron el transporte marítimo y su homólogo terrestre, recordando al personal, que por otro lado estaba en ello desde el primer momento, que podía viajar en tren, en coche o en barco si se terciaba.

El transporte aéreo viene perdiendo calidad desde hace unas décadas. Discutibles medidas de seguridad, saturación del espacio aéreo, frecuente extravío de equipajes y lenta pero segura merma en los servicios a bordo y en las terminales. Lo que hace veinte años era privilegio se ha convertido en la peor alternativa posible a la hora de viajar. El medio aéreo es además el más vulnerable y el que peor trata al viajero. Los vuelos se retrasan o se anulan por cualquier incidencia y entonces los flamantes aeropuertos, monumentos a la megalomanía de los políticos, a la horterada, a la ostentación y a la ineficiencia, muestran sus numerosas carencias y puntos débiles.

Volar es aún indispensable cuando se quiere llegar con celeridad a otros continentes, pero ha dejado de serlo para movernos, por ejemplo, por Europa. Volar es además carísimo en términos de sostenibilidad. El desaforado consumo de los aparatos, las exageradas dimensiones de las instalaciones aeroportuarias, el dispendio en desplazamientos desde y hasta las ciudades, las contaminaciones acústica y atomosférica, etc., etc. Podemos añadir el precario compromiso de las compañías con sus clientes –por mucho que tengamos el billete cerrado y pagado podemos ser víctimas del llamado “overbooking” o de cualquier otra incidencia- los tiempos de espera y de desplazamientos por tierra, la humillación de los mal llamados controles de seguridad, las numerosas eventualidades que pueden penalizar al viajero sin más opciones que la de callar y otorgar o la de una ridícula compensación económica que tarda años en llegar...

Sugiero el uso del tren o en su defecto el de la carretera. Sugiero dejar las prisas para lo que las merece realmente. Sugiero disfrutar del trayecto en sí mismo, del paisaje y del tiempo que pasamos lejos del lugar de trabajo. Sugiero por encima de todo usar esos placeres cómo herramienta profesional, cómo refresco de la mente que propicia nuevas ideas y relativiza las urgencias.

En el tiempo de las videoconferencias, de la firma electrónica y de los sistemas multimedia empieza a ser absurdo el desplazamiento inexcusable para intercambiar puntos de vista con un cliente. Otra cosa es el viaje de placer, cambiar de aires, degustar sabores, vivencias y sensaciones, cargarnos de energía y regresar a casa sin prisa y con ilusiones renovadas.

Vivir en términos de filosofía “slow” sorteando con elegancia las trampas anticuadas y antiguas. Dejar la escenificación de las prisas para los recuerdos de un pasado que casi nunca fue mejor y abordar presente y futuro a la espera de las buenas noticias que nosotros mismos propiciamos.



Pierre Roca