El gobernante adquiere con el cargo y el coche oficial la afición por la sanción, la multa, la amenaza y el constreñimiento. Todo ello, suponemos, para hacer que se cumplan leyes, reglamentos y normativas varias.
Establecido que el alto funcionario, el cargo público o el político son seres humanos idénticos en todo –o en casi todo- al resto de los mortales, sorprende que no lleguen a la responsabilidad institucional con las cuatro reglas bien aprendidas y grabadas a fuego en el lóbulo que corresponda.
Sorprende que la vida no les haya enseñado que casi siempre es mucho más eficaz el estímulo que el castigo a la hora de hacer cumplir y que la sabia combinación de ambas actitudes –la de estimular y la de sancionar- suele ser la mejor de las pócimas para que las cosas, todas ellas, discurran por caminos de convivencia.
Durante el periodo escolar el alumnado aprecia la felicitación cuando las notas son buenas y entiende mejor, en consecuencia, la reprimenda cuando bajan las calificaciones. En el ámbito laboral el trato equitativo y el diálogo son la mejor fórmula para conseguir que los empleados se corresponsabilicen, asumiendo su protagonismo en el día a día de la empresa. He sido siempre partidario de premiar con unas palabras o un aperitivo o una cena los pequeños o grandes éxitos de cada uno y de cuestionar y debatir las actitudes que no sintonizan con lo que se espera de determinado colaborador. El castigo, la sanción o el despido han de ser el último recurso y utilizados en consecuencia con mesura, conscientes de su efecto destructivo en el ambiente de trabajo.
En lo público debería ser igual. Antes de multar informar, aconsejar, demostrar y recordar, dejando que el funcionario actúe en uno u otro sentido según sea la reacción del afectado. Gran parte de las incidencias que se producen a diario en el ámbito de la movilidad tienen su origen en descuidos o en distracciones o en falta de conocimiento. Si la primera reacción del guardia de turno es la multa y el trato desconsiderado, el ciudadano protagonista se siente incomprendido, impotente e incluso agredido. No se le quiere entender, se ignoran sus razones y se le sanciona sin posibilidad de diálogo. Se le humilla y se deja en él el rastro venenoso de la injusticia y el afán de revancha. Mal asunto, créanme. El ciudadano maltratado de ese modo deja de creer en la supuesta bondad del sistema y tiende a apartarse de él, convencido de las aviesas intenciones del legislador hacia su persona. Dolido.
Las cosas no son así en todas y cada una de las vertientes de la Administración y además, reconozcámoslo, se deben más a deficiencias de comunicación y a la incapacidad del funcionario a la hora de empatizar con el ciudadano que a su mala voluntad.
El esfuerzo, una vez más, debería hacerse por encima de todo durante la formación de los llamados “servidores de la ley”, recordándoles con machacona insistencia que están al servicio del el administrado, que cobran de él y que nuestra civilización se mantiene en pié por cuestiones tan sutiles cómo el respeto al otro, sea quien sea ese otro y por mucho que discrepemos con su fondo o sus formas.
Otra parte de esfuerzo debería urdirse en los despachos, elaborando leyes y reglamentos que arranquen de ese mismo respeto, preconizando diálogo y estímulo antes que castigo y tente tieso.
En lugar de obligar a hacer tal o cual cosa otorgue plazos, proponga estímulos, admita razones y relegue la prepotencia, la soberbia y otras sinrazones al cajón de los feos vicios vergonzantes. Baje su señoría del pedestal, codéese con el pueblo del que usted era parte hace cuatro días, entienda razones, admita o discrepe pero no amenace ni esgrima el arma que disimula bajo la chaqueta.
Conviva.
Pierre Roca
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