5.26.2010

Futuro


El futuro sigue siendo impredecible. Por suerte.

Cuando los futurólogos de servicio maquillan la predicción de prospectiva, manejan estadísticas, datos y tendencias históricas –siempre se refieren al pasado- y elaboran dictámenes y sentencias su trabajo se tiñe fatalmente del color del talante del propio autor.

Si el futurólogo anda tristón los vaticinios son pesimistas, si por el contrario está más contento que unas pascuas el informe que emita rebosará optimismo.

Por encima de todo ello lo incuestionable es que no somos aún capaces de adivinar lo que está por venir. Los solicitadísimos economistas –¿ Se han fijado ustedes en la cantidad de gurús que ha aflorado al amor de la crisis ?- se limitan a comparar datos. Los de ahora con los de los años veinte o los sesenta o los ochenta. Los cruzan, los manejan y los interpretan, llegando a conclusiones generalmente opuestas a las de sus colegas pero que calan en la ciudadanía en el momento de conocerlas y que nos inquietan y atribulan hasta la nueva sentencia, suministrada por otro afamado patriarca de los grandes números y que difiere singularmente de la anterior.

Todo ello, repito, tamizado a su vez por el estado de ánimos del autor, afectado como cualquier otro ser humano por un desencuentro amoroso, las difíciles relaciones con un hijo, la disfunción eréctil o la menopausia.

Me sigue intrigando la razón por la que mentes tan preclaras no acertaron a ver hace un par de años la que se nos venía encima, a pesar de lo cual gozan ahora mismo de un crédito ilimitado y de la atención casi mística del personal.

Los sujetos pasivos de la situación no somos distintos y funcionamos como los profetas a los que aludo, recibiendo y metabolizando las predicciones en función de nuestro estado anímico, a partir del cual elegimos una u otra sentencia. Si me levanto contento me quedo con la profecía optimista que me hace ver brotes verdes, si ando con la moral por los suelos asumo resignado la inminente llegada del Apocalipsis, además de transmitirla a mis allegados, parientes y relaciones.

Ocurre algo parecido con las relaciones sentimentales o con los deportes. Antes de cualquier partido del siglo en el que participa nuestro equipo favorito le preguntamos al camarero que nos sirve el café cómo lo ve. “Ganamos de calle”, contesta. Y dejamos el local felices. Si un compañero de trabajo o el del kiosco nos dan a entender minutos más tarde que la cosa está complicada volvemos a la negrura... hasta que cualquier otro aficionado vuelve a garantizarnos el éxito más absoluto.

El mensaje –cualquiera de ellos- llega siempre contaminado –mediatizado- al receptor, quien a su vez lo manipula según sus entendederas, adaptándolo a lo que necesita escuchar, ver, leer o creer. La objetividad absoluta es inalcanzable. Pura falacia que sirve para alimentar debates con los que pasar el tiempo.

En los tiempos del llamado “cinéma vérité” los partidarios de la objetividad escribían largos y densos artículos en las revistas de cine defendiendo sus ideas. En el otro bando, el de los que preconizamos la imposibilidad de lo objetivo, se argumentaba que el punto de vista de quien maneja la cámara, la situación del trípode o la luz afectan, entre otras muchas circunstancias, notablemente el mensaje. O el estado anímico de quien lo emite o de quien lo recibe.


Pierre Roca