7.21.2010

Diez

La semana pasada publiqué en este blog el artículo “Un”, en el que hacía referencia a la llamada “tasa turística” de un euro por noche de ocupación hotelera en Barcelona y a la vehemente y desaforada protesta de los propietarios de hoteles, invocando el final del negocio y otras plagas bíblicas si lo del euro se materializaba.

Una semana más tarde, después de reflexionar, de observar mi ciudad de forma desapasionada y de contrastar opiniones autóctonas y foráneas con mi propio pálpito, afirmo que la política urbanística municipal, el afán de crecimiento sin límite por parte del sector turístico, la masificación de la oferta y en consecuencia de la demanda convierten actualmente Barcelona en un núcleo urbano de arterias aglomeradas, de paisajes destrozados por el hormigón –échenle una mirada al fatídico hotel Vela de la Barceloneta y recuerden esa parte de litoral cuando el mamotreto aún no existía- y de interminables alineaciones de turistas que recorren la ciudad a pié o en cientos de autobuses descubiertos. La ciudad desaparece detrás de ingentes nubarrones de vulgaridad.

A pesar de sus innegables atractivos, de su tradición cultural, artística y arquitectónica y del renombre de su oferta gastronómica, Barcelona ha dejado de ser apetecible para el segmento turístico de mayor nivel adquisitivo, que es curiosamente el que las autoridades y los profesionales del ramo dicen querer captar mediante campañas de elevado coste.

Ante la evidencia del crecimiento por el segmento inferior y la lógica deserción paulatina de los estratos que generan mayores ingresos, quizá debería revisarse al alza la nonata tasa del euro y elevarla con la intención confesa de encarecer las estancias en la ciudad, de hacerla menos atractiva para el turismo de masas -que así disminuiría en número- y de recuperar el objetivo que se nos ha diluido por el camino: el turismo de calidad.

Si lo que leen se les antoja clasista les sugiero un esfuerzo de imaginación. Pónganse en el lugar de los habitantes de Barcelona y evalúen el impacto del turista invasor que llena la parte baja a golpe de “low cost”, engulle lo peor de nuestra oferta, trasiega ingentes cantidades de cerveza o de sangría embotellada que a menudo devuelve en cualquier esquina en forma de orines, desdeña la vertiente más culta de la ciudad, la afea, la embarulla y contribuye con todo ello a alejar el visitante que pretende conocer, recorrer, visitar, degustar y compartir sensaciones, descubrir, emocionarse y sentirse en tierra amiga.

Apliquemos la tasa de diez euros. O veinte. La cuestión es alcanzar una curva de crecimiento que privilegie la calidad más que la cantidad, adaptar la oferta a esa demanda invirtiendo en exigencia, en conocimientos y en servicio bien entendido en lugar de hacerlo en descuentos, en engañosos packs a precio de saldo o en truquitos de marketing de chamarilero.

Arriesguemos, recuperemos rincones, horizontes y espacios abiertos y enseñemos a los urbanistas y a otros gestores de la ciudad que la mejor intervención es la que no se ve o la que simplemente se intuye, sugerida por cuatro pinceladas discretas y por abundantes dosis de respeto.

Diez o veinte. O treinta.


Pierre Roca