Les
propongo un divertido ejemplo.
Usted y yo
navegamos en una barquita de motor por el litoral.
Usted es de
derechas, yo de izquierdas, los dos somos gente moderada en nuestras
convicciones. Aun así discrepamos y la charla durante la travesía se polariza.
Usted me llama rojo y revolucionario, yo recurro al tan manido “facha”.
Acuso a los
suyos de llevar el país a la ruina, usted a los míos de haber socavado las
esencias patrias.
De repente tocamos una roca y el agua empieza a entrar en la frágil embarcación. Usted
para el motor, yo le conmino a ponerlo en marcha de nuevo y el uno por el otro dejamos
que la barca se vaya hundiendo.
Si los dos
seguimos añadiendo leña al fuego de la discusión y criticamos cada gesto y
maniobra del otro es más que posible que no salgamos vivos del trance. Por
suerte el sentido común y la mayor o menor inteligencia de cada uno de nosotros
se manifiestan y nos llevan a unir esfuerzos e iniciativas. Yo mismo reconozco
su mayor experiencia como navegante, usted la mía como organizador y así, sumando
conocimientos y trayectorias, conseguimos llegar a la costa, abrazarnos en la
orilla y correr hacia el primer chiringuito para celebrar que seguimos vivos.
Algo así le
ocurre al país. Las distintas facciones en liza se echan los trastos a la
cabeza y siguen enfrascadas en el apasionante, pero estéril, debate sobre el
sexo de los ángeles. Cada españolito tiene sus propias ideas acerca de la mejor
forma de salvarse de la quema y se complace y se lamenta –a partes iguales- pensando
en las incuestionables ventajas de su propia solución y en los insalvables inconvenientes
de las propuestas ajenas, sean las que sean.
Lejos del
sosiego que parece de rigor en una situación que se aproxima a la emergencia
nacional, lejos de propiciar un gran acuerdo, lejos de otorgar alguna
credibilidad a las opiniones del otro, aquí se siguen destruyendo ideas,
voluntades y capacidades.
Se sigue despreciando la experiencia y el conocimiento ajeno y se continúa desconfiando de todos,
en un lamentable ejercicio de miseria intelectual que acaba asustando a
cualquier habitante de otro país que nos esté observando.
Seguimos
haciendo gala de un orgullo trasnochado, de mirada alta y traje raído, de
prepotencia anticuada y polvorienta.
De la
llamada modernidad nos hemos quedado con las formas sin echarle ni una mirada
al fondo, a los cambios reales, a los distintos paradigmas que se suscitan a
diario a lo largo y a lo ancho del globo terráqueo.
Que
inventen ellos, pero sobre todo que ni se les ocurra enseñarnos nada. ¡Ni los
idiomas! Nada.
Los líderes
políticos de uno y otro signo harían bien en dar ejemplo de diálogo, de lealtad
y de un patriotismo basado en el fondo más que en las formas, todo ello dejando
los matices para cuando amaine el temporal. Así, quizá, el país haría ademán de
avanzar en la buena dirección, soslayando nuestra secular tendencia a la
dispersión, a la beligerancia y a echar por tierra los esfuerzos ajenos.
Antes
muerta que sencilla. ¿Se acuerdan?
Pierre Roca