La intolerancia sigue entre nosotros, mal que nos pese a los
optimistas, entre los que me encuentro.
Una de las características de la raza –la de
los habitantes de la parte española de la piel de toro- es la tendencia a
esquematizar, a reducir al mínimo común denominador las distintas tendencias,
puntos de vista, criterios y talantes. Todo se reduce al blanco y al negro, al
sí y al no, bueno o malo.
En el ámbito de la política, o más bien de la
política de café –o de red social en estos tiempos- se reproduce el esquema,
reduciendo los contrincantes al facha y al rojo. Si uno carga a la izquierda se
convierte en rojo para la otra parte y si lo hace a la derecha se le adjudica
sin mayor trámite el facherío. Y punto.
Los matices, las medias tintas y las gamas de
grises no son lo nuestro. Uno es lo que es y aquí sólo se puede ser facha de
brazo en alto o rojo de revolución y foto del mismísimo Che en el recibidor del
pisito.
Por extensión son fachas todos los
empresarios. Todos todos. Y también por extensión son rojos cuantos defienden
el aborto, la homosexualidad y el feminismo. Sin discusión, sin lugar para la
discrepancia. ¡A callar!
La intolerancia no es asunto exclusivo de unos
o de otros. ¡Qué va! Es intolerante el ciudadano de derechas, pero el de
izquierdas no le va a la zaga. Permeables a lo que les conviene, ambas
facciones han incorporado con el paso del tiempo un fundamentalismo que ya
querrían para sí muchos talibanes de los de turbán, barba y ademán iracundo.
En las relaciones sociales o aun familiares
debe andarse con cuidado. Uno se atreve a defender un criterio o un punto de
vista contrario al sentir del grupo y el epíteto surge presto: “Tú eres un
facha de mierda”. O lo contrario, en función del grupo en el que nos
encontremos: “Vaya, otro socialista asqueroso”.
En plena transición, hace más de treinta años,
se me ocurrió mediar en una trifulca callejera de tintes políticos. Un grupo de
exaltados se disponía a linchar a dos adolescentes de estética derechosa que se
habían atrevido a pronunciar no sé qué palabra inconveniente. Se veía claro que
podían dejarlos malheridos, me acerqué e intenté quitarle hierro al asunto. Los
exaltados dejaron entonces de fijarse en los dos niñatos y la emprendieron
conmigo a empujones e insultos varios. Por suerte para mí –de lo contrario no
estaría tecleando en este momento- aparecieron dos furgonetas de “grises” y el
valiente comando que se disponía a darme la del pulpo se dispersó en instantes.
Un fenómeno parecido se observa ahora en las
llamadas redes sociales. Emitir en alguno de esos foros una opinión que matice
cualquier soflama o que ponga en duda una información de procedencia más que
dudosa o de contenido tendencioso es exponerse a descalificaciones inmediatas
por parte de los que abundan en el catastrofismo, que propagan entre signos de
admiración las noticias que más les convienen y que prevén males y desgracias
sin cuento para la sociedad en la que vivimos. Individuos, quiero dejarlo
claro, de uno u otro signo. Eso es lo de menos.
Para hacer la prueba del algodón no es
necesario ni tan siquiera llevarles la contraria; basta con intentar matizar,
con poner en evidencia alguna contradicción flagrante o con proponer otras
fuentes por aquello de contrastar la información que se debate. Cualquier
comentario, duda o razonamiento que no coincida con “lo que se lleva” provoca
reacciones iracundas y aseveraciones dignas del patio de una escuela.
No damos para mucho más y los políticos que
padecemos están hechos –y elegidos- a nuestra imagen y semejanza.
¿Cuánto tarda un país en madurar? ¿Y sus
habitantes? ¿La experiencia del pasado no sirve de nada?
Muchos de ustedes pensaban al empezar la
lectura de este texto que “Intolerance” no era más que la gran película del
director francés Abel Gance. Lamento defraudarles. La intolerancia es una lacra
que convive con los naturales del estado español desde la noche de los tiempos.
Se cura con una medicina de nombre parecido:
tolerancia. Lo malo del tratamiento es su escasez. Encontrar tolerancia por
estos pagos es tarea ardua.
Pero no imposible.
1 comentari:
Quanta raó, Pierre. Però la tolerància s'adquireix des de la cultura. I la intolerància ja sabem d'on ve: de la ignorància que el propi sistema promou.
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