Cuando nos
adentramos en el terreno del arte alternativo -instalaciones,
performances, happenings y similares- es difícil discernir la sutil frontera
que separa esas actuaciones de la simple ocurrencia o de la “boutade” más o
menos ingeniosa.
Lo cierto,
lo incontestable, es que los autores o impulsores de esos prodigios demuestran una capacidad de persuasión que ya querría para sí el más astuto de los vendedores.
Ayer asistí
a uno de esos acontecimientos artístico-sociales. Liderado por Montse Guillén e
inspirado por su pareja, el inclasificable
artista Miralda, el acto aglutinaba la habitual fauna heteróclita,
urbana y, en un elevado porcentaje, cuidadosamente vestida y “atrezzada” para
la ocasión.
Algunas
–pocas- caras conocidas e infinidad de practicantes de las artes más
flagrantes. Finos estilistas del ámbito virtual, atrevidas diseñadoras de modas
minoritarias, recicladores varios, aprendices de todo y profesionales de la
supervivencia más o menos privilegiada.
El ritual
transcurría en un piso espacioso, situado a su vez en el edifico corporativo de
un fabricante de cerveza. Los asistentes, detalle importante, tenían que aportar un útil de cocina. El que fuera. Viejo, nuevo, grande o pequeño.
Se llamaba
al timbre, el pestillo eléctrico del portal se accionaba, se ascendían a pie unos tramos de escalera y se llegaba al lugar.
Nada más
entrar unas chicas muy monas y simpáticas daban un número a cada visitante, advirtiéndole que sería llamado de un momento a otro.
Cuando el sorprendido y desorientado invitado acababa por descubrir la antigua cocina de la casa, transformada para
la ocasión en barra libre de cerveza, oía unas voces femeninas anunciando su número. La mujer o el hombre exhibía el tique de papel y otras chicas que parecían modelos lo llevaban en volandas hasta otra joven de elegante acento francés que lo entrevistaba al estilo radiofónico, después de haber anotado su filiación y número de teléfono o dirección de correo electrónico. El paso siguiente
era un retrato digital, blandiendo el objeto aportado ante un fondo blanco.
De ahí se
pasaba a un mostrador de madera, como de ferretería antigua, tras el cual más
chicas del mismo formato, ataviadas esta vez con batas de vendedora y alborozadas,
instaban al ilusionado participante a darle un par de vueltas de manivela a una
de esas jaulas esféricas del juego de la lotería. Salía la bola, una de las chicas miraba el número, buscaba la caja correspondiente –unas cajas de cartón recio,
de la época del viejo mostrador- la abría y entregaba el “objeto” –lo denominaban
así- entre sonrisas y palabras de felicitación, a la par que se hacían cargo del útil de cocina aportado.
En este perverso y original juego, la diosa fortuna me premió con un sobre de plástico transparente que albergaba una pieza de cartón de embalaje de aproximadamente 20 x 15 cm. y unos cien gramos de viruta de madera de la que se usa para proteger el contenido de determinados envoltorios industriales. El cartón se amenizaba con dos etiquetas. De un lado una etiqueta blanca, con un nombre y una dirección tapada por la viruta, del otro una etiqueta roja con la mención "frágil" y unas letras escritas con rotulador negro. En el exterior del sobre de plástico otra etiqueta, esta vez con la fotografía de un tipo al que no tengo el gusto de conocer, una foto del fantástico pedazo de cartón y un texto en inglés, escrito con un tamaño de letra disuasorio por lo diminuto.
En este perverso y original juego, la diosa fortuna me premió con un sobre de plástico transparente que albergaba una pieza de cartón de embalaje de aproximadamente 20 x 15 cm. y unos cien gramos de viruta de madera de la que se usa para proteger el contenido de determinados envoltorios industriales. El cartón se amenizaba con dos etiquetas. De un lado una etiqueta blanca, con un nombre y una dirección tapada por la viruta, del otro una etiqueta roja con la mención "frágil" y unas letras escritas con rotulador negro. En el exterior del sobre de plástico otra etiqueta, esta vez con la fotografía de un tipo al que no tengo el gusto de conocer, una foto del fantástico pedazo de cartón y un texto en inglés, escrito con un tamaño de letra disuasorio por lo diminuto.
De ahí se
pasaba ante un muro tapizado con las fotografías de los diferentes objetos
adjudicados, todos numerados, se localizaba el que le había correspondido a
cada uno y se leía el texto explicativo, siempre que la reseña
no se encontrase a más de 2,50
m . de altura como me ocurrió.
Lo
siguiente era blandir el trofeo, moverse en actitud triunfal por las distintas estancias, compararlo
con lo que les había caído en suerte a los demás, pronunciar la palabra “divertido”
con una frecuencia muy superior a la habitual y echar súbitamente de menos la
calle, el tráfico, el ruido y la gente aparentemente gris que va y que viene.
Andar un
buen rato, recuperar la tranquilizadora normalidad, respirar a grandes bocanadas el sucio aire de mi ciudad y felicitar a quien consigue
colocar ese tipo de mercancía, argumentando además su valor intrínseco, la
capacidad de evocación y cuantos significados y proyecciones se le ocurran.
El premio
es para esa persona, se lo aseguro. Convencer a un cliente, mecenas o
patrocinador para que financie la experiencia que he descrito se me antoja realmente brillante. Casi milagroso.
Mis
respetos, señora Guillén. Mis respetos, señor Miralda.
Pierre Roca
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