Cuanto más
me intentan españolizar más me alejo.
Cuanto más
intentan asustarme, más me radicalizo.
Cuanto más
presionan, amenazan e intentan imponer, más confirman mis convicciones.
Cuando leo,
escucho o vivo, perplejo, alguna de las actitudes apuntadas entiendo los
orígenes de la violencia, puesto que las amenazas, la imposición y el miedo son
la avanzadilla de la bofetada, la patada, la presión o la presencia armada del invasor.
Cuando
mienten, recurriendo al infundio con argumentos carentes de base, me pregunto
por la razón profunda de ese apego repentino. ¿Es amor o más bien necesidad
de ser obedecidos sin más explicaciones? ¿Es acaso menos noble su afán y se
limita a los dineros, al temor de perder una importante fuente de ingresos?
La paradoja
reside en la poca estima que España, como estado, ha tenido por lo que Franco
llamó “las provincias díscolas” y que ahora se convierte en un sorprendente
amor que, al igual que el marido en desacuerdo con el final del matrimonio que
le anuncia la esposa, pretende mantener por la fuerza la presencia de la mujer, que no del amor, en el hogar conyugal, en un ejercicio brutal de fuerza, de desprecio y de
coacción.
Me
sorprende que España desee realmente asumir la convivencia con un país,
Catalunya, que le ocasionará más molestias que ventajas. Que será incordio,
fuente de conflictos y fábrica de tensiones.
En la
diferencia actual, por la cual las cabezas pensantes de los dos grandes
partidos nacionales, PP y PSOE, pierden los papeles entonando un himno que les
es común, lo sensato será, como siempre, la acción negociadora de la política.
Al igual
que en las peleas tabernarias, alguien tendrá que llamar al sosiego de las
partes, admitir las razones del que aparece como díscolo y proponer acuerdos,
pactos y documentos suscritos por los contendientes en los que se enumeren las
alegaciones de cada uno, se ceda, se de por entendida la buena voluntad y en
lugar de amenazas se proponga colaboración, intercambio, comercio, facilidades
y libertad de circulación de personas y mercancías.
Un papel en
el que no figuren las palabras odio, rencor y desconfianza, en el que se
reconozcan los méritos respectivos de los firmantes, se descarten acciones de
represalia, se descalifique el boicot, se diseñen formas de colaborar, acciones
en común, respeto a partes iguales y estrategias compartidas para potenciar el
valor de ambos territorios.
Acuerdos
comerciales, de servicios, de defensa, de gestión de las cuencas fluviales, de
representación internacional, de intercambio de estudiantes, de colaboración
científica, de compartir infraestructuras civiles de elevado coste. Y así hasta
la saciedad.
El ejemplo
es ahora mismo perverso. Letal. Contemplar la pérdida de papeles por parte de
los llamados padres de la patria, escucharlos cuando proclaman la intervención,
el aislamiento y el boicot o, peor, una campaña internacional para aislar a Catalunya del resto del mundo o para ahogarla en lo económico, es desalentador,
pone de relieve sus propios miedos e inseguridades y suscita no pocas preguntas
acerca del buen criterio y de la salud mental de esas personas.
O, sencillamente,
si están capacitadas para ejercer las responsabilidades que el pueblo soberano
les ha asignado.
Pierre Roca
1 comentari:
El problema es simple: En Madrid no creen que Catalunya sea España, creen que Catalunya es de España.
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