11.04.2012

Ternura.


La cariñosa preocupación de un sinfín de políticos, y otras figuras españolas más o menos públicas, por las innumerables desgracias que esperan a los catalanes en el caso de conseguir la independencia no me deja indiferente.

Al contrario, me enternece y me emociona viniendo de quien procede.

Me imagino, para poner un ejemplo clarito, a los socios de referencia del Real Madrid desviviéndose por una eventual escisión del FB Barcelona y reprendiendo afablemente a los socios díscolos.

“Chicos, chicos… ¿No veis que nunca os aceptaremos en la Liga de Fútbol Profesional? ¿No os pasa por la cabeza que haremos lo posible para fastidiaros, para que la UEFA os rechace como apestados y para que os veáis obligados a jugar en la azotea de algún edificio abandonado? Con lo que nosotros os queremos…”

Amores que matan, pero también declaraciones poco o nada creíbles que encubren a duras penas un odio rancio y turbio y lamentables afanes de venganza, de represalia, de apolillada intransigencia, de disciplina impuesta y de boicot.

¿Entenderán en algún momento que Catalunya no va contra nadie?

A fuerza de repetir conceptos tan esenciales y a fuerza de recibir respuestas surrealistas empiezo a creer que estamos en las antípodas, cuando no es así.

Veamos…

España –gobierno, instituciones y fuerzas vivas- denosta los nacionalismos ajenos mientras glorifica el suyo, el nacionalismo español, lo cual pone de relieve una contradicción de principio.

España se comporta en este momento como un marido tan celoso de su matrimonio que intenta mantener por la fuerza y bajo la amenaza de terribles consecuencias a la esposa que ha tomado la decisión de dejar el hogar común.

Además de lo ilegítimo de tal actitud, constriñendo la voluntad de un colectivo mayoritario con argumentos malintencionados, el Estado parece preferir una convivencia incómoda y conflictiva a la buena vecindad de dos países unidos por numerosos lazos afectivos, históricos, culturales y económicos.

Por encima de todo parece planear la tendencia atávica de lo español hacia el “ordeno y mando” y otras pulsiones raciales influidas por la testiculina.

Debería entenderse que la voluntad de un pueblo, en este caso el de Catalunya y siempre que las urnas así lo demuestren, ha de ser respetada y que a ella ha de supeditarse cualquier constitución y no al revés. La Constitución se modifica en un periquete –así se hizo cuando convino y de la mano de los dos partidos mayoritarios- pero la voluntad popular se reprime y deviene desazón, conflicto, malestar e inestabilidad permanente. España ya conoce ese tipo de desgracias y debería haber aprendido alguna cosa de esa época reciente y funesta.

El discurso independentista catalán, que quede bien claro, no es excluyente. Desde el principio se prevé que el castellano sea lengua cooficial, que los límites no supongan separación física ni comercial y que los acuerdos, numerosos, redunden a favor de ambos estados. Nadie habla de ejército ni de aranceles ni de peajes. Se estimula, al contrario, la creación de nuevas e importantes vías de comunicación entre la península y el resto de Europa. Una tarea, por cierto, en la que el estado español ha racaneado y que ahora figura de forma relevante en el largo memorial de agravios.

Los políticos de uno y otro bando, pero sobre todo los del Estado, han de aparcar sus manifestaciones altisonantes y sus veladas amenazas, tomar ejemplo de otros países occidentales que pasan o han pasado por trances parecidos, anunciar de forma clara y entendible que se respetará la voluntad de la mayoría y negociar hasta la extenuación. Jugar limpio y dejar las manifestaciones apocalípticas para sus propios juegos de salón.


Pierre Roca