La cariñosa
preocupación de un sinfín de políticos, y otras figuras españolas más o menos
públicas, por las innumerables desgracias que esperan a los catalanes en el
caso de conseguir la independencia no me deja indiferente.
Al
contrario, me enternece y me emociona viniendo de quien procede.
Me imagino,
para poner un ejemplo clarito, a los socios de referencia del Real Madrid
desviviéndose por una eventual escisión del FB Barcelona y reprendiendo
afablemente a los socios díscolos.
“Chicos,
chicos… ¿No veis que nunca os aceptaremos en la Liga de Fútbol Profesional? ¿No
os pasa por la cabeza que haremos lo posible para fastidiaros, para que la UEFA
os rechace como apestados y para que os veáis obligados a jugar en la azotea de
algún edificio abandonado? Con lo que nosotros os queremos…”
Amores que
matan, pero también declaraciones poco o nada creíbles que encubren a duras
penas un odio rancio y turbio y lamentables afanes de venganza, de represalia, de apolillada
intransigencia, de disciplina impuesta y de boicot.
¿Entenderán
en algún momento que Catalunya no va contra nadie?
A fuerza de
repetir conceptos tan esenciales y a fuerza de recibir respuestas surrealistas
empiezo a creer que estamos en las antípodas, cuando no es así.
Veamos…
España
–gobierno, instituciones y fuerzas vivas- denosta los nacionalismos ajenos mientras glorifica el suyo, el nacionalismo español, lo cual pone de relieve una
contradicción de principio.
España se
comporta en este momento como un marido tan celoso de su matrimonio que intenta
mantener por la fuerza y bajo la amenaza de terribles consecuencias a la esposa
que ha tomado la decisión de dejar el hogar común.
Además de
lo ilegítimo de tal actitud, constriñendo la voluntad de un colectivo
mayoritario con argumentos malintencionados, el Estado parece preferir una
convivencia incómoda y conflictiva a la buena vecindad de dos países unidos por
numerosos lazos afectivos, históricos, culturales y económicos.
Por encima
de todo parece planear la tendencia atávica de lo español hacia el “ordeno y
mando” y otras pulsiones raciales influidas por la testiculina.
Debería
entenderse que la voluntad de un pueblo, en este caso el de Catalunya y siempre
que las urnas así lo demuestren, ha de ser respetada y que a ella ha de
supeditarse cualquier constitución y no al revés. La Constitución se modifica
en un periquete –así se hizo cuando convino y de la mano de los dos partidos
mayoritarios- pero la voluntad popular se reprime y deviene desazón, conflicto,
malestar e inestabilidad permanente. España ya conoce ese tipo de desgracias y
debería haber aprendido alguna cosa de esa época reciente y funesta.
El discurso
independentista catalán, que quede bien claro, no es excluyente. Desde el
principio se prevé que el castellano sea lengua cooficial, que los límites no
supongan separación física ni comercial y que los acuerdos, numerosos, redunden
a favor de ambos estados. Nadie habla de ejército ni de aranceles ni de peajes.
Se estimula, al contrario, la creación de nuevas e importantes vías de
comunicación entre la península y el resto de Europa. Una tarea, por cierto, en la que el estado español ha racaneado y que ahora figura de forma relevante en el largo memorial de
agravios.
Los
políticos de uno y otro bando, pero sobre todo los del Estado, han de aparcar
sus manifestaciones altisonantes y sus veladas amenazas, tomar ejemplo de otros
países occidentales que pasan o han pasado por trances parecidos, anunciar de
forma clara y entendible que se respetará la voluntad de la mayoría y negociar hasta la extenuación. Jugar limpio y dejar las manifestaciones apocalípticas
para sus propios juegos de salón.
Pierre Roca
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