Sindicatos y patronal debaten durante semanas acerca de un llamado pacto laboral sin llegar a nada. El Gobierno toma el relevo y a la vista del fracaso de los interlocutores y de la urgencia ejerce sus funciones imponiendo un marco legal. Acto seguido los sindicatos amenazan con su arma predilecta, la huelga general.
La huelga no aportará nada al pacto nonato ni a la economía del país ni al tremendo índice de paro ni a nuestra imagen internacional pero esas pequeñeces no preocupan ni un tanto así a las pomposamente llamadas “centrales sindicales mayoritarias”. Léase CC.OO. y UGT.
Las dos centrales viven cómodamente a costa de las subvenciones millonarias que les otorga el Gobierno de turno y a pesar de la mínima afiliación, de su pésima imagen pública y de la escasa incidencia en los ámbitos empresariales y económicos, excepción hecha de algunos grandes colectivos profesionales.
El no inmediato a la decisión del ejecutivo y el recurso no menos inmediato a la amenaza callejera, revestida de huelga para la ocasión, responden más a la preocupación del mundo sindical por su manifiesta pérdida de capacidad de influencia y al fantasma que se perfila en el horizonte, en forma de recorte drástico de las prebendas oficiales.
Las centrales sindicales mantienen contra viento y marea el argumento del conflicto –supuestamente eterno desde su punto de vista- que opone los patrones y los empleados. En el esquema que manejan y agitan de modo apocalíptico, los patrones, todos ellos, son una raza a extinguir cuyo objetivo vital no es otro que la reducción a la esclavitud de los pobres empleados. Siguiendo con ese razonamiento los empleados son seres de mirada diáfana incapaces de faltar al tajo sin causa justificada, al margen de cualquier culpa o responsabilidad cuando las cosas van mal y desde luego sometidos a los malintencionados designios de la patronal.
No se mencionan nunca datos como la productividad, como la responsabilidad colectiva y personal, como la solidaridad con la empresa para aunar esfuerzos, ideas y energía dejando la desconfianza “de clase” en el vestuario.
Se prefiere mantener contra viento y marea la idea decimonónica de la lucha de clases, el enfrentamiento permanente como norma de convivencia y los palos en las ruedas empresariales para conminar así al empresario –sea multinacional, pyme o autónomo con uno, dos o tres trabajadores- a aceptar lo impuesto por el sindicato.
En el fondo e incluso en la forma todos somos empresarios. Unos fabrican automóviles, tienen centros de producción en varios países y varios miles de trabajadores –lo que les lleva a soportar el sambenito de malos de solemnidad- otros un pequeño supermercado de barrio con cinco o seis empleados y la gran mayoría alguna habilidad, profesión, oficio o característica que pone a disposición del mejor postor en un gesto esencialmente parecido al del empresario según lo entendemos habitualmente.
Usted propone automóviles a sus clientes, yo propongo mi experiencia como limpiador de pavimentos a los míos. No somos tan diferentes excepto en las dimensiones de la empresa.
Usted desea crecer y yo mismo igual. Otra cosa es conseguirlo.
Pierre Roca
La huelga no aportará nada al pacto nonato ni a la economía del país ni al tremendo índice de paro ni a nuestra imagen internacional pero esas pequeñeces no preocupan ni un tanto así a las pomposamente llamadas “centrales sindicales mayoritarias”. Léase CC.OO. y UGT.
Las dos centrales viven cómodamente a costa de las subvenciones millonarias que les otorga el Gobierno de turno y a pesar de la mínima afiliación, de su pésima imagen pública y de la escasa incidencia en los ámbitos empresariales y económicos, excepción hecha de algunos grandes colectivos profesionales.
El no inmediato a la decisión del ejecutivo y el recurso no menos inmediato a la amenaza callejera, revestida de huelga para la ocasión, responden más a la preocupación del mundo sindical por su manifiesta pérdida de capacidad de influencia y al fantasma que se perfila en el horizonte, en forma de recorte drástico de las prebendas oficiales.
Las centrales sindicales mantienen contra viento y marea el argumento del conflicto –supuestamente eterno desde su punto de vista- que opone los patrones y los empleados. En el esquema que manejan y agitan de modo apocalíptico, los patrones, todos ellos, son una raza a extinguir cuyo objetivo vital no es otro que la reducción a la esclavitud de los pobres empleados. Siguiendo con ese razonamiento los empleados son seres de mirada diáfana incapaces de faltar al tajo sin causa justificada, al margen de cualquier culpa o responsabilidad cuando las cosas van mal y desde luego sometidos a los malintencionados designios de la patronal.
No se mencionan nunca datos como la productividad, como la responsabilidad colectiva y personal, como la solidaridad con la empresa para aunar esfuerzos, ideas y energía dejando la desconfianza “de clase” en el vestuario.
Se prefiere mantener contra viento y marea la idea decimonónica de la lucha de clases, el enfrentamiento permanente como norma de convivencia y los palos en las ruedas empresariales para conminar así al empresario –sea multinacional, pyme o autónomo con uno, dos o tres trabajadores- a aceptar lo impuesto por el sindicato.
En el fondo e incluso en la forma todos somos empresarios. Unos fabrican automóviles, tienen centros de producción en varios países y varios miles de trabajadores –lo que les lleva a soportar el sambenito de malos de solemnidad- otros un pequeño supermercado de barrio con cinco o seis empleados y la gran mayoría alguna habilidad, profesión, oficio o característica que pone a disposición del mejor postor en un gesto esencialmente parecido al del empresario según lo entendemos habitualmente.
Usted propone automóviles a sus clientes, yo propongo mi experiencia como limpiador de pavimentos a los míos. No somos tan diferentes excepto en las dimensiones de la empresa.
Usted desea crecer y yo mismo igual. Otra cosa es conseguirlo.
Pierre Roca
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